Halloween. En casa. Sin disfraz, ni por supuesto fiesta a la vista. Qué menos, pienso, una película de miedo. En TCM saben desde luego qué día es y lo que quiero. Y ahí está, invitándome a darle al play: “La noche de los muertos vivientes” (1968, George A.Romero). Había oído hablar muchas veces de la cinta, la primera de la historia del cine en la que los muertos salen de sus tumbas en busca de carne fresca.
Y ahí estoy yo, con las luces apagadas, agarrado a la manta y viendo esa primera escena que como no podía ser de otra forma, transcurre en un cementerio. Como cada año, Bárbara y su hermano acuden obligados por su madre encantados a un camposanto de Pennsylvania a poner flores en la tumba de padre. Dos minutos más tarde, un hombre, que en un primer momento parece padecer un brote psicótico pero pronto descubrimos que debe ser un zombie, ataca a nuestra protagonista, que huye despavorida a refugiarse en una granja. Su hermano en cambio que intenta hacerse el duro (aunque es un tirillas) y darle lo suyo al ser de ultratumba, acaba muriendo.
La granja por supuesto, dista de estar deshabitada y a nuestra protagonista se le unirán otros “turistas accidentales” que de una u otra forma han conseguido, al menos de momento, escapar a la furia asesina de los no muertos. A partir de aquí lo que vemos es un razonablemente cómico terrorífico asedio a la granja por parte de los zombies y cómo el Gobierno (a través de la radio y la televisón) informa a los ciudadanos de lo que está ocurriendo.
No os voy a engañar. Cuando has visto unas cuantas temporadas de “The Walking Dead” y has tenido pesadillas con los zombies corredores de “28 días después”, los infraseres de George A.Romero asustar, lo que de dice asustar, no asustan a casi nadie. Y sin embargo, “La noche de los muertos vivientes” no solo es un clásico por su carácter fundacional, sino que es una gran película.
En primer lugar porque como ocurre en tantas otras películas de miedo, el terror no solo está al otro lado de la ventana, ni lo provoca solamente ese monstruo que acaba de salir de su tumba, sino que está en casa. Es el otro, el extraño, del que no nos fiamos el que nos da miedo. Como también por supuesto nos da miedo descubrir cómo somos en realidad, cuando ya no podemos reprimirlo ni un segundo más.
Y en segundo porque aunque lo que acabaría siendo una película de culto, es sobre todo un film de serie B que deja ver las costuras del bajo presupuesto en cada plano, en realidad no importa. Los actores son tan malos que casi estamos deseando que los zombies (qué ojo, son capaces incluso de “razonar” y manipular objetos) se los coman. Disfrutamos con el asedio y nos encanta descubrir que en la muy conservadora América de finales de los 60 la culpa, como no podía ser de otra forma, siempre es del Gobierno. ¡Quién les manda ir a Venus!