Después del incidente con las “portavozas” de Irene Montero, llevo un tiempo preguntándome sobre cómo las ideologías moldean el lenguaje. Cómo tras cada palabra que pronunciamos, leemos o escribimos hay no sólo un describir el mundo, sino una intencionalidad con la que se construye una sociedad.
Uno de los ejemplos más claros es el japonés. Frente al único y universal “yo” latino, los habitantes del imperio del sol naciente tienen hasta 13 formas diferentes “yo”, que se utilizan en función de la posición social que ocupa la persona que lo pronuncia, con respecto a la persona con la que habla. “Boku” por ejemplo lo utilizan solo los hombres, pero tiene una fuerte connotación de humildad y servitud. “Washi” en cambio, lo utilizan frecuentemente las personas mayores y puede tener connotaciones de sabiduría o experiencia.
Pero de la misma forma que el japonés estructura las relaciones sociales con esos yos diferenciados y otros matices de su lenguaje, desde una perspectiva de género se ha afirmado que la forma que la mayoría de las personas emplean el castellano responde a un esquema que consolida el hetero-patriarcado. ¿De qué forma?
En primer lugar trasladando al diccionario de la lengua la desigualdad entre hombres y mujeres a la hora de otorgar significados a las palabras. Mientras que zorro es una persona astuta y taimada, zorra es una prostituta. Ser “la polla” es algo a lo que todos deberíamos aspirar, mientras seguro que nadie quiere ser un “coñazo”. En este terreno los académicos se defienden al afirmar que el diccionario no tiene una ideología propia, sino que se limita a recoger usos y costumbres. Dicho de otra forma, si nadie llamase zorra a una prostituta, el diccionario no lo recogería. Aquí sin embargo podríamos entrar en una discusión eterna, de si fue antes el huevo o la gallina.
La otra forma de discriminación lingüística que más se denuncia, es el uso del plural del masculino para incluir también a las mujeres. Y es en esta discusión en la que acabamos dándonos de bruces con polémicas como las “portavozas” de Irene Montero o las “miembras” de Bibiana Aído.
Es entonces cuando corren ríos de tinta: los más rancios para ridiculizar y atacar a quien pronuncia esas palabras. Los equidistantes recurren ipso facto a gramática y diccionario. Y los más entregados a la causa llaman a la necesidad de un uso lingüístico mucho más inclusivo e igualitario.
Pues bien, en todo esto estaba pensando cuando de repente he recordado que Fernando Lázaro Carreter, (director de la Real Academia Española entre 1992 y 1998) decía lo siguiente en su “El nuevo dardo en la palabra”.
Otra consagración electoral: los pares ciudadanos y ciudadanas, compañeros y compañeras, extremeños y extremeñas repicaron en esas semanas con monotonía de cigarra canicular.
Un ánimo reivindicativo mueve a muchos y, sobre todo, a muchas a arrebatar al masculino gramatical la posibilidad, común a tantas lenguas, de que, en los seres sexuados, funcione despreocupado del sexo, y designe conjunta o indiferentemente al varón y a la mujer, al macho y la hembra. ¿Preguntarán a alguien si tiene hijo/s o/e hija/s? Pero ese requeriría discusiones -las he promovido ya- donde es imprudente entrar.
Y está bien, incluso muy bien, que se empiece un mitin con invocaciones tan terminantes como las señaladas: confieren dignidad, solemnidad con respecto al auditorio. No sólo mítines: existen otras ocasiones que lo requieren o lo aconsejan.
Pero una observancia continua y cartuja de tales copulaciones causa ralentización del discurso y tedio mecánico: el femenino se espera como un tac tras el tic del masculino, o al revés, y cansa.
Puede jurarse que Miguel Hernández no excluía a las vareadoras cuando invocaba a los aceituneros altivos de Jaén. ¿Con rigor de arenga o de entrevista debería haber escrito aceituneros altivos y aceituneras altivas,o al revés como exige el orden ortográfico? Es difícil concebir algo más concejil e iliterario.
Estoy convencido de que muchos de los que lean los argumentos de Lázaro Carreter se mostrarán en claro desacuerdo y no faltarán personas que piensen que declaraciones como estas sostienen el hetero-patriarcado.
Los equidistantes reflexionaran durante unos instantes y dudaran si someterse al autoritas del lingüista o considerar que en realidad sus planteamientos son de otra época.
Y por supuesto, habrá quien habiendo visto en Carreter la prueba irrefutable que sostiene sus propias convicciones, se lanzarán a darle un incorpóreo abrazo.