Cuenta Stefan Zweig en “Novela de ajedrez“ que cuando la Gestapo sospechaba que una persona ocultaba lo que podría ser un negocio beneficioso para el Reich, o que podía conducirles a una gran fuente de dinero que el investigado hacía lo posible por ocultar, solían otorgarle una especie de “trato de favor”.
Para los empresarios, albaceas o notarios adinerados de la Austria ocupada no había ni campos de concentración, ni trabajos forzados. Más bien al contrario, una vez detenidos eran conducidos a hoteles tan lujosos como el Metropole (acabaría convirtiéndose en el cuartel general de la Gestapo durante la Segunda Guerra Mundial), donde les “hospedaban” en habitaciones individuales a las que no les faltaba de nada.
Los “huéspedes” podían descansar en una cama mullida y lavarse a diario. No faltaban sus tres comidas e incluso el preceptivo té. En esta situación soñada para cualquier prisionero, faltaba sin embargo todo lo demás.
Encerrados sin poder salir de la habitación (un guardia custodiaba cada puerta), perdían pronto la noción del tiempo. Al estar tapiadas las ventanas, nunca sabían qué hora era, ni si era de día o de noche. En las habitaciones se podía descansar, pero no se podía hacer otra cosa: leer, escribir, conversar o cualquier otro pasatiempo que podamos imaginar, desaparecían de repente de la ecuación cotidiana. El protagonista de esta pequeña gran novela nos lo cuenta así:
Tenía una puerta, una cama, un sillón, un aguamanil para lavarse y una ventana de rejas. Pero la puerta permanecía día y noche cerrada, la mesa no me servía de nada pues no me permitían tener ni libros, ni diarios, ni papel, ni lápiz y la ventana daba a una pared ciega. Habían construido una nada absoluta, no sólo en torno a mi alma, sino también en torno a mi cuerpo. Me habían despojado de todos los objetos: el reloj para que no pudiese medir el tiempo, el lápiz para que no pudiese escribir, el cuchillo para que no pudiera abrirme las venas; tampoco el tabaco, el más mínimo de los reconfortantes, me estaba permitido.
El mortal hastío que sufrían los invitados del Metropole sólo se aplacaba cuando sin aviso previo, eran conducidos a la sala de interrogatorio en la que una y otra vez, les sometían a las mismas o parecidas preguntas.
Este cautiverio normalmente solía prolongarse durante semanas o incluso meses. Así, aunque durante los primeros interrogatorios los prisioneros tenían la fuerza mental suficiente como para mantenerse fieles a su propia versión, a medida que pasaban los días la sensación de desorientación aumentaba y los sujetos empezaban a derrumbarse.
Siguiendo este procedimiento, tarde o temprano los interrogados acababan confesándolo todo. Muchos, que eran liberados tras esas confesiones “espontáneas” sin cargo algunos, explicaban a sus sorprendidos familiares, que hubiesen mil veces preferido pasar ese tiempo en un campo de trabajo, en el que al menos habrían tenido la oportunidad de respirar aire fresco, fumar tabaco y hablar del tiempo.