“Un queso joven, salpicado de semillas de comino me recuerda que soy capaz de sentir placer – dice en voz alta. La mantequilla de Delft, cremosa y exquisita , tan distinta de las demás, me produce una enorme satisfacción. Y la cerveza de mejorana y Ciruela de Cornelia me hace más feliz que un buen acuerdo comercial. Tiene que preparártela. Los higos con nata agria para desayunar pronto en verano -prosigue Johannes sin percatarse de nada –.Una delicia especial que me transporta a la infancia, de la que sólo guardo sabores.”
Como el personaje que encarna Johannes en “La casa de las miniaturas” de Jessie Burton, descubro a menudo que soy incapaz de recordar los detalles de un día concreto, de mi paso por una ciudad o lo que hice en un momento determinado, pero recuerdo como si fuera ayer olores, sabores y casi todos los platos que he comido con gusto.
En mi mente foodie (pues ahora parece de moda decirlo así), Florencia me sabe a tortellini rellenos de pera, Venecia a bocadillo de mortadela y verano de tarde en el Lido; Lisboa a bacalao con nata bajo el castelo de San Jorge y un viaje a Londres me sabe a medias si no consigo hacer un hueco para zamparme una buena hamburguesa en Byrons.
Y luego están todos esos esos sabores, pero sobre todo olores, que me transportan directamente a una infancia que de otra forma se difumina en una nebulosa. Los spaguetti alle vongole de los sábados, el café recién hecho que mi padre compartía con mi madre en la cama, la vainilla dulzona que anunciaba mi bizcocho favorito cuando había algo que celebrar…
También los otros, el de las comidas que he rechazado con los dientes apretados, los puños cerrados y esa amenaza velada de “si no lo quieres para comer, lo tendrás para cenar” que se lanzaba sobre la mesa: apestosa coliflor al horno que olía desde el descansillo de la escalera, la lenta cocción del huevo duro que a día de hoy, sigue provocándome náuseas.