La muerte de un periodista siempre me ha parecido más trágica que las demás. Quizás porque el periodista, que acostumbra a escribir de muerte a diario, que convive con ella desde que entra en la redacción hasta que se va a su casa, tarda en entender lo que significa que un compañero ha muerto, que a partir de ese día, lo único que queda es su ausencia.
Yo apenas conocía a Nacho. Coincidimos unos meses cuando trabajaba en en la redacción de un periódico local de Albacete, hace ya casi ocho años. Entró en el periódico para hacer unas prácticas como becario, a aprender lo básico. Algunas veces coincidíamos, salíamos por la noche a tomar algo y hablábamos. No mentiré diciendo que nos hicimos amigos. Pero su compañía era más soportable que la de otros y yo creo que él también me toleraba.
Después de dos meses, cogió la mochila y se fue de Erasmus. A Bélgica. Con las cervezas y a ver “Le roy d’Espagne” (un pequeño bar de Bruselas en en el que todos los reyes españoles, desde Carlos V, cuelgan ahorcados del techo). Unas semanas más tarde, la Agencia Efe decía lo siguiente:
Un estudiante albaceteño de 20 años murió hoy atropellado por un tren después de caerse a las vías del ferrocarril al cruzarlas. El conductor del tren no vio al joven hasta segundos antes del choque, cuando detectó una bicicleta y un abrigo rojo, según informó la agencia Belga.
La víctima ha sido identificada como Ignacio Blázquez Alejo, estudiante de la Universidad de Málaga originario de Riopar (Albacete) que estudiaba periodismo en la Escuela Superior Xios en Hasselt (este de Bélgica) con una beca Erasmus.
De repente, el silencio. Diez minutos más tarde, seguíamos mirándonos, sin comprender nada. Pero había que tomar decisiones. Y rápido. ¿Íbamos a dar esa noticia? Y si íbamos a informar de lo ocurrido, ¿Íbamos a publicarla en la portada?
Visto con perspectiva, todas las decisiones que se tomaron esa tarde fueron las equivocadas. Algunos pensaban que pese al tremendo dolor que todos sentíamos, la noticia no era relevante para nuestra audiencia. Al fin y al cabo, ¿Quién era? Un joven que como tantos otros, había sufrido un accidente. ¿Valía más que la anónima víctima de un accidente de tráfico? Solo porque era nuestro muerto…
Otros aseguraban que no podía traicionarse de esa forma la memoria de un compañero. De alguien de la casa. Que lo mínimo era dedicarle una página entera y que por supuesto, habría que hacer un llamamiento desde la portada. ¿Qué posible razón había para no contarlo? ¿Quién no iba a comprender que sus propios compañeros le rindieran un pequeño homenaje en esas páginas en las que también él escribió?
Se llegó a un compromiso de mínimos. Una noticia de media página en la sección de sucesos. Una noticia cobarde y acobardada. Una noticia empujada por el director editorial y respaldada por el director del periódico, una noticia que nos había atropellado, como ese tren que le había quitado la vida a nuestro amigo en Bélgica.<
Esa noche nos emborrachamos. Por él. Por nosotros. Por no pegarnos. A la salida de uno de los bares, dos de mis compañeras lloraban. Comenzaron a echarse en cara que no se había hecho lo suficiente. Que habíamos querido ser demasiado periodistas. Tenían razón.
Al día siguiente, otro periódico de la ciudad, un periódico que nunca había conocido a Nacho, le dedicaba un especial de cuatro páginas. La muerte de un periodista, se titulaba.
No sólo periodismo
Los cocinillas de medio pelo como yo, disfrutarán enormemente con “A comer y a beber”, de Guillaume Long. En primer lugar porque no es un libro de cocina “al uso” y en segundo término, porque uno nunca podría pensar que el uso del comic en la gastronomía fuese una combinación tan acertada.
Es uno de los pocos libros de cocina que uno se divierte a leer, que uno está deseando llegar a casa para poder leer. Por que lo que cuenta no son recetas, sino que son historias, experiencias vitales, viajes gastronómicos que pasan de conceptos fríos como medidas, temperaturas o tiempo de cocción y se llenan de color.